La última semana de noviembre marca en Cuba el inicio de un período singular, un mes donde la labor del educador se intensifica y se revela en su dimensión más pura y colectiva. Entre el 22 de noviembre y el 22 de diciembre, el acto de enseñar y aprender trasciende lo académico para fundirse con el proyecto social, en un ritmo que mezcla el repaso final, la evaluación y la preparación espiritual para el nuevo año.
La jornada del educador en este tramo es una dualidad constante. Por un lado, la palpable fatiga de un periodo que avanza hacia su cierre, con el peso de los programas por cumplir y la meticulosa preparación de los exámenes. Por otro, una energía renovada, un espíritu de resistencia y celebración que se alimenta del reconocimiento a la profesión más decisiva.
Es un mes de balance, donde cada maestro y profesor valora no solo los contenidos impartidos, sino el carácter forjado en sus discípulos. La planificación de las clases se hace con un cuidado especial, buscando que el cierre del ciclo deje una huella profunda, una lección que perdure más allá de las calificaciones.
En este escenario, la figura del educando cubano se erige como protagonista activo. Su labor no se limita a la absorción de conocimientos, se manifiesta en la responsabilidad con que asumen sus deberes estudiantiles, en el apoyo mutuo que se brindan para superar las dificultades, y en el respeto consciente hacia quienes los guían.
Constituye una participación que refleja una formación en valores: el compañerismo, la solidaridad y el sentido del deber se practican a diario. Son ellos quienes, con su empeño y conducta, validan y dan sentido al esfuerzo pedagógico, convirtiendo el proceso educativo en un diálogo vivo y en un acto de construcción colectiva.
La importancia última de este esfuerzo mancomunado reside, precisamente, en su objetivo trascendental: la formación de personas de bien en el contexto nacional, esto adquiere una connotación específica y profunda pues se trata de un proceso consciente y dirigido a modelar no solo intelectos, sino conciencias.
La educación se concibe como el principal instrumento para forjar ciudadanos íntegros, identificados con su historia y su contexto social, con un fuerte sentido de la justicia y la ética. El aula, en su concepción más amplia, es el espacio donde se siembra la semilla de la responsabilidad individual hacia el colectivo, donde se aprende que el mérito personal alcanza su verdadera dimensión cuando sirve al bien común.
El Día del Educador, el 22 de diciembre, actúa como colofón simbólico de este intenso período, más que una fiesta es un momento de reafirmación es el reconocimiento social a una entrega que es, a la vez, acto de amor y de compromiso político. El educador cubano, al ser homenajeado, no recibe un premio por una tarea terminada, sino la energía para continuar en la trinchera más delicada y permanente: la de moldear el futuro desde el presente.



