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La chispa que encendió la Libertad

Para entender el 10 de octubre de 1868, hay que imaginarse a Cuba a mediados del siglo XIX. La isla era la joya más preciada del decadente imperio español, una colonia donde la metrópolis sacaba todo el provecho posible. Mientras en el resto de Latinoamérica las naciones ya celebraban décadas de independencia, aquí se vivía un ambiente de frustración creciente. Los criollos –cubanos nacidos aquí de padres españoles– veían cómo sus aspiraciones políticas y económicas eran sistemáticamente bloqueadas por un gobierno que solo veía a la isla como una vaca lechera.

El malestar no era solo político; era también social y brutalmente humano. La economía dependía del látigo sobre los hombros de cientos de miles de esclavos africanos. Esta era la gran contradicción: una sociedad que anhelaba modernizarse pero que se sostenía sobre un sistema tan arcaico como cruel. A esto se sumaba el descontento de los hacendados orientales, que se sentían marginados frente al poder económico de La Habana y su élite más cercana a la corona. La presión era una olla a punto de hervir.

En este caldo de cultivo, surgió una figura clave: Carlos Manuel de Céspedes. No era un revolucionario de salón, sino un abogado y hacendado bayamés con ideas liberales y un profundo amor por su tierra. Junto a otros conspiradores como Francisco Vicente Aguilera, comenzó a tejer una red clandestina. Las reuniones secretas en cafetales y fincas, como “San Miguel del Rompe” y “Rosario”, fueron el vientre donde se gestó la rebelión. El plan era ambicioso: levantarse en armas y declarar la independencia.

Pero como suele pasar, los planes se adelantaron. Las autoridades españolas estaban sobre la pista de la conspiración. Céspedes, sabiendo que era ahora o nunca, decidió actuar. El 10 de octubre de 1868, en su ingenio Demajagua, reunió a sus esclavos y, en un acto que rompía las cadenas literal y simbólicamente, los declaró libres. Aquel fue un grito de guerra y de redención. Les arengó diciendo que quien lo quisiera seguir, que lo siguiera, y quien no, que se quedara. Todos lo siguieron.

Ese mismo día, Céspedes redactó y proclamó el “Grito de Yara”, el acta de nacimiento de la nación cubana. En él, declaraba la independencia de Cuba y exponía las razones del alzamiento: el mal gobierno español, la falta de libertades y la necesidad de construir un país soberano. Era el documento que legitimaba la lucha, una declaración de principios que iba más allá de un simple cambio de gobierno; buscaba fundar una república “con todos y para el bien de todos”, como luego diría José Martí.

La chispa de Demajagua pronto incendió la región oriental. Bajo el mando de Céspedes, titulado “Presidente de la República en Armas”, un ejército de patriotas mal armados, pero con una moral de acero, comenzó a tomar pueblos. La primera victoria importante fue la Toma de Bayamo el 20 de octubre. La ciudad se convirtió en la capital de la Cuba libre y fue allí donde, en un arrebato de gloria, nació nuestro himno nacional, “La Bayamesa”, de Perucho Figueredo.

La Guerra de los Diez Años, como se le conoce, fue larga, cruel y llena de claroscuros. Los cubanos, organizados en un gobierno mambí, demostraron una tenacidad feroz. Líderes militares como Ignacio Agramonte, en Camagüey, y el dominicano Máximo Gómez, quien introdujo la temible carga al machete, infligieron duras derrotas a los españoles. Sin embargo, las divisiones internas y la superioridad militar española, que aplicó una política de tierra arrasada, fueron minando la revolución.

La guerra terminó en 1878, el Pacto del Zanjón, que no concedía la independencia ni abolía completamente la esclavitud. Fue una derrota militar, pero no moral. Muchos se sintieron traicionados, incluido un joven oficial llamado Antonio Maceo, quien protagonizó la Protesta de Baraguá, negándose a aceptar una paz sin libertad total. Aquello demostró que la llama independentista no se apagaría tan fácilmente.

La repercusión del 10 de octubre es inmensa. Fue la primera vez. Fue la prueba de que Cuba podía y quería ser una nación libre. Aquella guerra sentó las bases de la nacionalidad, creó los símbolos patrios y forjó a los líderes que continuarían la lucha. Sin el Grito de Yara, no se entendería la Guerra Chiquita (1879) ni, crucialmente, la guerra final de 1895, organizada por José Martí, quien bebió de las lecciones de aquel primer intento.

Hoy, más de un siglo y medio después, el 10 de octubre sigue vigente. No como una simple efeméride en los libros de texto, sino como un concepto fundacional. Es el recordatorio de que la soberanía se gana con sacrificio, de que las ideas de libertad y justicia social (como aquella manumisión de los esclavos) fueron el motor inicial. Es una fecha que invita a reflexionar sobre el significado de la patria, la unidad y el precio de la libertad, conceptos que, en la Cuba de hoy tienen un valor incalculable.

Céspedes y los suyos cometieron errores, sin duda. La falta de unidad, la incapacidad de extender la guerra hacia el occidente y las pugnas internas fueron su talón de Aquiles. Pero su valor reside precisamente en eso: en ser los primeros. En atreverse a dar el paso que todos creían imposible. Fueron la semilla. Una semilla que, aunque no germinó completamente hasta 1898, nunca fue arrancada del todo.

El 10 de octubre no fue un simple estallido de violencia. Fue el parto doloroso de una nación. Fue el día en que un grupo de cubanos, liderados por un hacendado de ideas avanzadas, decidió que era preferible morir de pie que vivir de rodillas. Su legado, con sus aciertos y fracasos, es la columna vertebral sobre la que se construye toda la historia posterior de Cuba. Fue, en lenguaje llano, el día en que Cuba se plantó y dijo, por primera vez a gritos, que existía.

Cabaniguán Redacción
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Equipo de redacción y gestión web en Radio Cabaniguán: Emisora Municipal de Jobabo. Voz de Historia y Tradiciones.

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