Elena Nieves Hernández mira al horizonte desde su finca en Jobabo y lo dice con una certeza que solo dan los años: “Me enorgullezco de ser una mujer rural”. Para ella, cada amanecer trae un nuevo quehacer, un aprendizaje distinto y la reafirmación de un legado que hunde sus raíces en la tierra. Su vida es un testimonio vivo de que volver al campo no es un retroceso, sino la reafirmación más consciente de la identidad.
Su historia comenzó entre potreros y senderos. “Estuve en El Bagá hasta los dos años. De El Bagá vine para San Antonio, que es ahí después de la pista de aviones. Ahí estuve hasta los 16”, recuerda. Aquella niñez transcurrió entre estudios y la responsabilidad precoz de ser hermana mayor. Mientras su padre trabajaba en la ganadería, a Elena le tocaba el rol de cuidar, guiar y sostener.
La rutina marcó su carácter desde temprano. “Mi vida estudiando en el campo con mis dos hermanos, una vida tranquila”, pero esa tranquilidad escondía una carga: “Yo, hermana mayor, me tocaba prácticamente todo”. Llevar a sus hermanos a la escuela, estudiar ella misma y buscar el alimento para los animales eran tareas cotidianas que forjaron su carácter.
A los 16 años, el municipio de Jobabo se convirtió en su nuevo hogar. Allí, la estudiante de campo se transformó en profesional. “Estudié la secundaria, luego me hice técnico medio en economía”. A los 18, empezó a trabajar en la oficina del carnet de identidad, un empleo formal que no logró apagar el llamado de la tierra.
El campo siempre ejerció sobre ella una fuerza gravitacional: “Me volví a trasladar para el campo, donde vivía mi papá, a Tres Marías”, relata. Fue un regreso a los orígenes, a lo esencial. “Y ahí tenía animales, vaca, puerco, chivo, gallina. Siempre luchando, porque me gusta el campo, me gusta tener y me gustan los animales”.
Hoy, la finca donde vive con su esposo, Francisco Tamayo, es el fruto de un esfuerzo compartido. Un espacio donde los oficios no entienden de géneros, sino de manos dispuestas. “En mi casa, ayudo a mi esposo a todo”, explica Elena, desafiando etiquetas. Desde trancar un ternero hasta desyerbar, no hay tarea que se le resista. “Todos los quehaceres del campo, no siendo ordinario. De ahí, todos yo los amo”.
La dualidad de su rol es un ejercicio constante de logística y voluntad. “No es fácil”, admite, “porque tengo que hacer mis quehaceres y coordinar que el tiempo me alcance para ayudar a mi esposo también en las cosas que son, por ley, trabajos de hombre, pero que la mujer lo puede desempeñar”.
Su día es un rosario de actividades. “Yo me levanto tempranito y hago los quehaceres del desayuno, recojo la casa para poder ir a ayudarle a cualquier cosa que tenga que hacer”. Reconoce sin tapujos la dureza de esta existencia: “Es verdad que la vida de la mujer rural no es fácil, es una vida complicada”. Un ritmo agotador que no la doblega.
Frente a las demandas de la tierra, Elena reclama con firmeza su derecho a la feminidad. “Les digo a veces así a las mujeres del campo: que porque usted sea del campo no tiene que dejarse morir’. Su filosofía es clara: “Puede arreglarse el pelo, puede tener uñas postizas, puede andar igualita que la del pueblo”. Para ella, el secreto está en una palabra: coordinación.
Sabe cambiar de piel según la necesidad. “En el campo usted tiene que andar así para protegerse”, dice, refiriéndose a su pañoleta, pamela y botas de goma. “Pero cuando vaya a salir ya doy otra imagen”, confiesa con una sonrisa. “Yo voy a salir y yo tengo mis uñas postizas y yo tengo mi pelo arreglado”. Es su manera de afirmar que la esencia no se pierde bajo el sol.
La vida en el campo también ha puesto a prueba su fortaleza con lecciones duras. Recuerda un ciclón que los azotó hace tres años: “Lo pasamos mi esposo y yo solitos, cada vez que venía una fugada de viento aquello no era fácil”. La memoria de la casa dañada y el fango aún la estremecen: “Aquello daba grimas, fue duro, no se me olvida”.
Pero es la adaptación la que tiene la última palabra. “Uno siente una alegría y siente deseos de seguir luchando”, afirma, su voz cargada de emoción. La recompensa llega al ver progresar lo suyo: “Cuando la paso y veo que mis animales no se me murieron y que todo va progresando me dan deseos de seguir luchando para volver a tener más”. Así, entre ciclones y secas, Elena sigue firme, porque para ella el campo no es solo un lugar, sino “un latido, un legado que se lleva en la sangre”.



