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106 días de huelga: Cuando Jobabo escribió su propia historia de dignidad

En el corazón de una vasta llanura azucarera de Cuba, el central Jobabo no era solo un ingenio próspero, sino una síntesis de esa explotación añejada que definía una era. A la sombra de sus chimeneas, la vida transcurría marcada por el sudor, la miseria y la férula de una administración indiferente. El año 1933, sin embargo, resonaría de forma distinta. Tras el derrocamiento del machadato, un viento de esperanza recorría la isla, y en Jobabo, ese viento se convirtió en un huracán de dignidad.

El 23 de septiembre de 1933 quedó grabado a fuego en la memoria colectiva. Un grupo de obreros, representantes de una fuerza laboral hastiada de tantos males, presentó ante el administrador norteamericano, Mister J. A. Pepper, un pliego de condiciones que era mucho más que una lista de demandas. Era la constitución no escrita de sus derechos nunca dados. Exigían la legalización del sindicato, la jornada de ocho horas con remuneración digna de 80 centavos, la eliminación del infame pago de 25 centavos por atención médica, el descanso retribuido, el pago por maternidad y mejoras sustanciales en los insalubres bateyes. Era, en esencia, una petición para ser tratados como seres humanos.

La estrategia de Pepper fue el silencio, un cálculo erróneo basado en la supuesta sumisión de sus empleados. Al no responder en las 72 horas establecidas por la costumbre huelguística, subestimó la tempestad que él mismo había ayudado a gestar. Su desdén no apagó los ánimos; por el contrario, vertió combustible sobre la brasa de la indignación. El silencio de la oficina administrativa fue la respuesta más elocuente: la negación absoluta al diálogo.

El 26 de septiembre, el silbato del central no anunció el inicio de un ajetreo laboral característico. En su lugar, un silencio más potente que cualquier ruido industrial inundó el batey. Todo se detuvo, los preparativos de una zafra que se suponía comenzarían en diciembre o enero quedaron varados como los vagones de las moles de hierro que transportaban la caña. La huelga había comenzado. No era un paro improvisado; era la decisión consciente de un pueblo obrero que decidió ponerse de pie.

Lo que siguió fue una de las manifestaciones huelguísticas más largas y duras documentadas en Cuba. Ciento seis días en los que la solidaridad se convirtió en el sustento principal. La vida se reorganizó alrededor de la resistencia. Mujeres, niños y ancianos apoyaron a los huelguistas, creando redes de abastecimiento y manteniendo alta la moral frente a la presión, la escasez y la amenaza constante de la represión.

La huelga de Jobabo trascendió la simple demanda económica. La exigencia de botiquines, la eliminación del pago médico y el derecho a la maternidad revelaban una lucha por la salud y la dignidad familiar. La mejora de los bateyes era un combate por el derecho a una vivienda decorosa. Esta visión integral demostraba una conciencia de clase avanzada que entendía que la liberación laboral estaba indisolublemente ligada al bienestar humano global.

El 10 de enero de 1934, la huelga llegó a su fin. La presión y la necesidad obligaron a un acuerdo que, si bien significó concesiones importantes por parte de la administración, no pudo ser celebrado como una victoria plena. El agotamiento físico y económico de los obreros chocó con la tenacidad de un poder que solo cedió lo mínimo indispensable. Fue un triunfo moral incontestable, pero logrado a un costo inmenso.

La verdadera cara de la represión se mostró una vez apagados los ecos de la huelga. Los líderes que habían guiado la protesta fueron blanco de una cacería brutal. Genaro Macías se vio forzado al exilio interno, huyendo hacia Santiago de Cuba para salvar su vida. Juan Delgado, conocido como “Sandino”, no tuvo la misma suerte. Su asesinato se convirtió en el sello trágico de la epopeya, un recordatorio sombrío de que desafiar al poder del dinero tenía consecuencias últimas.

La huelga de los 106 días no fue en vano. Si bien sus líderes fueron perseguidos, la semilla de la conciencia obrera quedó plantada para siempre en la tierra de Jobabo. El episodio se erigió como un faro para las luchas sindicales futuras, demostrando que la unidad y la tenacidad podían arrancar concesiones incluso al poder más intransigente. Desde ese instante Jobabo dejó de ser un simple central azucarero para convertirse en un símbolo de resistencia.

Hoy, décadas después, la historia de aquellos 106 días resuena no como una reliquia del pasado, sino como un testimonio vigente. Habla de la capacidad de un colectivo para escribir su propia historia frente a la adversidad. Un capítulo esencial en la crónica de la dignidad obrera cubana, un eco que perdura en el tiempo y que nos recuerda que los derechos que hoy damos por sentados fueron conquistados con el valor y la perseverancia de quienes, como los obreros de 1933, tuvieron el valor de decir alzar los brazos, no para rendirse, sino para defender sus intereses.

Yaidel M. Rodríguez Castro
Yaidel M. Rodríguez Castro
Máster en Ciencias de la Comunicación. Licenciado en Educación. Periodista en Radio Cabaniguán desde 2010 y editor de la página web Radio Cabaniguán. Atiende los temas relacionados con la Agricultura, Producción de Alimentos, Economía y Desarrollo Local.

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